En la calle de San Marcos había una tienda regentada por un
hombre llamado Maquilas. Maquilas tenía los dientes de color amarillento y
llevaba calada sobre la cabeza una boina negra. Lo de los dientes amarillos
debiera de ser debido a su desmedida afición al tabaco. Siempre le colgaba de
la comisura de los labios un pitillo sin filtro. En aquellos tiempos los
cigarrillos emboquillados eran una mariconada. Los cigarros con boquilla se
pusieron de moda años después, cuando las mujeres empezaron a fumar a
mansalva.
Maquilas sujetaba con enorme pericia un pitillo, que
debía de ser marca Peninsulares, mientras despachaba lo que los clientes iban
pidiendo. Si Maquilas viviese hoy, en tiempos como los actuales, los
inspectores de Sanidad, que tanto joden la pava, le hubieran cerrado la tienda
a la primera de cambio. Allí convivían en perfecta armonía botijos de los que
hacían el agua fresca, sacos de moyuelo para los pollos y productos
alimenticios varios, de los que se consumían en aquella época. Maquilas cortaba
aquella mortadela gloriosa que venía envasada en lata, con aceitunas o sin
ellas, con un cuchillo de dos cuartas y media. Bandeaba el envase con
presteza cortando el aire hasta que salía por un extremo el preciado manjar y
enclavijando los dientes decía: - ¿Cuánta te pongo?- Cuarto y mitad,
y lentamente, con inusitada parsimonia, cortaba la mortadela con el mismo
cuchillo que utilizaba para abrir los sacos del pienso y las cajas de las
latillas de conserva. Entonces comer sardinas en aceite era todo un manjar, un
deleite que solo podían disfrutar los paladares más exigentes, aunque más de un
mortal terreno las palmó y quedo tieso cual sabrosa mojama por comer las que
venían en latas hinchadas provocando una rara enfermedad que llamaban
botulismo. Finalmente le pagaba el importe y si quedaba algo de dinero, era una
perra gorda de latón que terminaba dentro de una máquina inverosímil que
expendía bolillas de anís.
En la misma calle, un poco más arriba, estaba la
tienda de los Escobones, los hermanos Casimiro y Rafael. En la tienda de los
Escobones se vendían unas aceitunas exquisitas que Casimiro decía que eran
luneras, o lo que es lo mismo, extraídas del olivar con nocturnidad y alevosía
en las largas noches de invierno al amparo de la luna llena. En estos asuntos
del comercio hay que ser un maestro en el oficio del hurto ajeno y tener la
rara habilidad de que se te queden pegadas las cosas en las manos a la hora de
pesar, como por arte de encantamiento.
María Dotor tenía un bazar de artículos de todo tipo
donde tiempo después estuvo la pescadería de Enrique. Al entrar en aquella
tienda te daba los buenos días una voz que parecía salida de la nada.
Extrañado, paseabas la mirada por todos los rincones de la tienda, posándola en
jarrones, figuras de mármol, alabastro y un sinfín de artículos de todo tipo
hasta que como surgida de la nada emergía la diminuta figura de la propietaria
del bazar, siempre sonriente, que guarda un inmenso parecido con la médium que
aparecía en la película de Porlstergeist y que haciendo honor a su corta
estatura era conocida por todos los del lugar con el diminutivo de “La Mariquita”.
De dependientas en aquel comercio singular estaban Pilar Garrandes y la Pepa,
que años más tarde ejercería y ejerce de sacristana de Don Justino, párroco de
la villa y que según el mismo asevera prepara los guisos culinarios de
maravilla, de lo que se deduce que es una excelente cocinera, aunque verdad es
que a Don Justino todo le debe parecer suculento y exquisito, pues en el
yantar y el beber es como mi buen amigo Paco Bravo, poco delicado y sin
hartura.
Castillo vendía zapatos en su tienda de la calle
Cervantes. Ya no existen esos comercios de antes, donde al entrar quedabas
salpicado por lo añejo y vetusto de aquellos lugares que parecían anclados en
el tiempo. Otra tienda de zapatos era la de Amando que estaba ubicada donde
muchos años después puso su estudio de fotografía un insigne retratista
valdepeñero apellidado Navarrete, minucioso y detallista hasta el empalago
a la hora de hacer las fotografías.
Justo enfrente de la zapatería de Castillo estaba
la librería de Paca, la de Vicencio, que tenía la fachada pintada de lunares de
colores sobre un fondo azul, lo que le hacía parecer en vez de lugar dedicado
al saber y la cultura, una casa dedicada al oficio del lenocinio y el mal
vivir. Allí se distribuían los pocos periódicos que se vendían entonces,
mutilados por la censura existente y que tenían nombres muy sonoros y
expresivos: Pueblo, Arriba, El Alcázar y el sempiterno ABC, tebeos de Roberto
Alcazar y Pedrin, El Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz.
Manuel Fuentes, buen amigo de mi padre, y
cabezón como él, siempre fue un avezado fumador de pitillos y esto no pasaría
de ser una circunstancia de lo más normal y anodina si no hubiera de ser por la
añadidura de que siempre los fumaba en una pipa confeccionada con el hueso de
un pollo. Fumaba sus pitillos recostado en una silla en la esquina de lo que
hoy es de la casa de los Tartajas en la plaza de Andrés Cacho y siempre tenía
colgada de un clavo en la pared una jaula enrejada en madera y alambre, dentro
de la que se rebullía un pájaro de no se sabe que especie. Acompañaba esta
pintoresca secuencia una destartalada bicicleta desvencijada y sin guardabarros,
con la que Manolo se desplazaba hasta su casa, sita en el Paseo de la Estación,
entonces de Calvo Sotelo, ahora de Castelar. A Manolo todo el mundo le conocía
por “El Mortola” en osada referencia al antedicho tamaño de su cabeza, pero
todo esto no dejaría de ser normal si no fuese por las circunstancias que
hacían que este buen hombre estuviese todos los días laborables del año en el
mismo lugar y en la misma esquina
Regentaba “El Mortola” una ferretería justo
enfrente de donde tenía situado el puesto de observación del devenir cotidiano
y solo se encaminaba hacia ella cuando alguien se acercaba a comprar en aquel
laberinto desmadejado. La ferretería del Mortola era lo más cercano al caos que
nadie pueda imaginar. Allí se aunaban el desbarajuste, la anarquía, el barullo,
el desconcierto y la desorganización hasta límites difícilmente concebibles, Se
accedía al mostrador a través de un estrecho pasillo flanqueado por cajas de
cartón, lozas apiladas y cortantes residuos de cristal que crepitaban saltando
en mil pedazos cuando el visitante se aventuraba por aquel confuso laberinto,
empeñado en la ardua tarea de llegar hasta el mostrador, donde se columbraba la
grandiosa cabeza de Manolo esperando para atender solícito las demandas del
infortunado. Y lo sorprendente del caso es que pidiese lo que hubiera de ser:
un clavo del diez, unas chinchetas, tuercas o tornillos, fuese lo que fuese, Manolo
se movía rápido entre el caos reinante y aparecía como por arte de magia
portando entre sus manos el objeto deseado. Al otro lado del mostrador el
cliente no dejaba de observar incrédulo lo que allí había sucedido, costándole
entender cómo era posible que entre aquella maraña de cajas, hierros y
cristales aquel hombre hubiese encontrado el objeto de su necesidad.
Despediré este escrito, amigos y amigas, leedores y leedoras con un poso de incertidumbre. El que me lleva a pensar que, si hubiese tenido la ocasión de pedir gorra o sombrero al bueno de Manolo, tal vez y para mi asombro, justo habría quedado sobre mi calva testuz, que como buen descendiente de la estirpe Navarro goza de buen tamaño y dimensión, haciendo bueno aquel dicho que asevera y dice lo de que “todos tenemos y no nos lo vemos”.