El primer
aparato de radio en mi vida respondía a la llamada de Invicta. Advierta el apreciado
leedor, o leedora, como el nombre hablaba por sí solo y era calificativo marcial,
guerrero y belicoso, de los que el pomposo régimen franquista tenía por gusto
poner a todo producto que fabricado era en el suelo patrio. Estamos hablando
de mediados de los 60 cuando ya el artilugio en cuestión
tendría, a buen seguro, un par de décadas de trabajo y funcionamiento a sus
espaldas. Estaba anclado sobre una repisa de obra, hecha a maza y martillo, en
uno de los rincones de la cocina y cada vez que se enchufaba, asunto este que
no era de todos los días por aquello del gasto eléctrico, emitía unos ruidos
durante su calentamiento parecidos a los del despegue de un bimotor en los
infiernos. Y para ser veraz y cierto habré de decir que, asustadizo y temeroso
de todo como era, me apartaba unos metros de su lado con la clara convicción de
que más pronto que tarde aquel armatoste reventaría partido en mil pedazos llevándome hasta el fondo del pozo negro.
Grabados en la parte delantera, por donde discurría a toda velocidad el
dial, tenía punteados los nombres de las distintas capitales de Europa y de las
ciudades más importantes de nuestra querida España, llevando acoplado también un
transformador que convertía los recién estrenados 220 voltios en los 125 que
pululaban por la red eléctrica en los días en que fue adquirido. Así, al calor
del brasero, con olores y efluvios varios emitidos desde lo mas hondo del ser, oíamos, en las noches del frio invierno, con fruición e inusitado interés, sentados todos alrededor de la mesa camilla, viejos
desdentados y tiernos infantes, los programas de discos dedicados, pesados y
tediosos hasta el sopor y el cansancio, donde Juanito Valderrama entonaba El
emigrante, mientras lágrimas de congoja llovían por las mejillas de mi
madre que recordaba a sus hermanos emigrados a la rica y opulenta Cataluña, y Antonio Molina desgranaba con musicales acordes de jilguero
empalagoso su archiconocida copla del Soy Minero. También estaba el
consultorio de Elena Francis que duraría, aunque parecer pueda
increíble, la friolera de treintaisiete años, que comprendidos van entre
1947 y 1984. En el se recibían cartas de amores y desamores que eran
supuestamente contestadas, y así se creyó durante más de tres décadas, por una
especialista en la materia que después resulto ser una aviesa periodista muy versada en la
materia.
Estamos hablando, queridos lectores, de la
época en que los primeros reproductores de casetes hicieron su aparición y juro
por mi honor que no era raro ver por las calles de nuestro manchego pueblo a algún que
otro “espabilao” que, emigrado a la capital capitalina de las Españas o venido
de las catalanas tierras, iba por la calle con el aparato, mastodóntico como
todo lo primerizo, colgado en el hombro en bandolera con la consiguiente inclinación
hacia el lado del que colgaba el aparato. Solía darse, y se da, esta llegada
masiva de ausentes hijos de este terruño por los primeros días de septiembre y tenía
su culminación y clímax el 8 del mismo mes, día de la patrona y fecha en la que por paseos y alamedas de Las Virtudes el carro de Manolo
Escobar vagaba como perdido sonando ininterrumpidamente desde los cuatro puntos cardinales al albor de la mañana y hasta bien entrada la noche.
Las Historias para no Dormir de Narciso
Ibáñez Serrador, o algo que se le parecía, las escuchábamos en un Vanguard último
modelo, que mi progenitor adquirió en la tienda de David Laguna Rodero,
que estaba situada en la acera contraria a su taller de zapatería, antiguo salón de bodas y banquetes de Coronado en el que ahora nos vende, entre otras exquisiteces, sus mantecados la Ignacia . Durante un
tiempo el aparato viajó desde la casa al establecimiento zapatero igual que un
penitente nazareno en devota procesión de Semana Santa.
Pero cierto es que la culminación de las apetencias, y la apertura a la más
incipiente modernidad, llego con un transistor de bolsillo. Un AIWA de
manufactura japonesa, que adquirido fue en Barcelona, en uno de los pocos
viajes que mis padres hubieron de hacer a lo largo de su vida, a la boda de una
prima que, hoy en día y a buen seguro, deberá ser, por edad y extensión de
tiempo, abuela de primorosos nietos.
Después llegó el reproductor de casetes Sanyo que José
Zabala trajo de los decomisos de Madrid y más tarde un estereofónico aparato de
la misma marca que hizo que mi afición por la música, que ya afloraba oyendo
los programas interminables de discos dedicados, se hiciese enfermedad gustosa
e incurable, bálsamo de Fierabrás con que curar las heridas que deja el vivir y
el eterno discurrir por los caminos de la existencia. Mas esa es otra historia,
otro chisme fabulado que el escribidor contará cuando le venga bien y tenga ganas.