Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

miércoles, 26 de diciembre de 2012

La vida te da sorpresas.






    Rescató su corazón de los anaqueles de la miseria un martes de cuaresma. No vayan a pensar que se hizo rico con la herencia de algún antepasado antillano o le tocó, como a modo de carambola, un boleto de la lotería primitiva. Muy al contrario, lo que le vino a ocurrir discurría por el lado opuesto de la vida, ese por el que transitan todos aquellos, que, sin patria ni bandera, duermen bajo el techo de cristal de las estrellas. Ocurrió que su amada gatita de angora lo puso de patitas donde cantan los serenos, hastiada, así se lo hizo saber, de pagar la manutención y los antojos de un zángano improductivo.

   Hasta ese momento la existencia de Carlitos Pachín había sido un ir y venir de exquisiteces, de primores cuajados y caprichos, con los que la hija del poderoso diputado Romero le había satisfecho. Coches caros, viajes alrededor del mundo y el mejor palco en la Opera de Viena, aunque la cuestión del bel canto le viniese como larga y un sopor traducido en sueño le afectase de forma irremisible cada vez que oía a sopranos y tenores entonar sus enfebrecidas trovas.

  Cómo entonces era posible, se preguntaba, borracho y entumecido, que un banco mísero del Parque Municipal hubiese sido, por primera vez, lecho y catre donde descansar su hasta hace poco preciada osamenta. De qué manera, se decía, podría ser capaz de asimilar que de golpe y porrazo, sin aviso previo, aquella niña de papá que decía querer quererle hasta la muerte le había dejado a la luz serena de las estrellas con lo puesto, que no alcanzaba a otra cosa que un buen traje de diseño, un móvil de última generación y una cartera en la que apenas se atrevían a asomar un par de billetes de veinte euros, exigua renta después de una noche de alcohol y lupanar donde ahogó en mares de Cutty Sark las recién estrenadas penas.

   Bien es cierto, atinaba a pensar, que las putas con sus farras se esfumarían con la guita y que todos aquellos que le habían lamido el culo hasta sacarle lustre no darían ni un inmundo chavo por él, con lo cual no era difícil cavilar que, dicho lo expuesto, sin oficio y menos aún beneficio, ni el camión de la basura habría de ofrecerle ni un puñetero jergón donde reposar sus maltrechos huesos.

   Por ello, y después de infinitas cavilaciones, llegó a la clara conclusión de que lo mejor era bajarse los pantalones, llamar a su ofendida dama y pedirle, aunque de rodillas fuera, que le dejase volver al abandonado lecho de amor donde tantas y tan variadas veladas habían compartido para su gusto y deleite. Así, con el nudo de la corbata desatado, la barba asomando a raudales por la tez congestionada y los parpados surcados por cercos de negras ojeras, entró en la primera cabina telefónica que encontró en su camino y marcó, entre un mar interno de temblor e incertidumbre, el conocido número telefónico de su amada damisela con la certeza de que si usar usaba el suyo propio, esta, no habría de dignarse ni al hecho simple de descolgarlo. Tres pitidos con sus pausas y al momento la voz mecánica del contestador que le instó a no molestar ni una sola vez más a la señora.

   Al cabo de algunos días desistió Carlitos Pachín en su empeño de recomponer aquel amorío roto. Tan solo logró de la que había sido su amada una maltrecha maleta que hubo de salir disparada por el balcón señorial situado entre las ventanas de la que había sido su venerada mansión. Así, después de deambular sin horizonte alguno por calles y callejones, hubo de encontrarse a la puerta conocida del Café de Nicanor donde recuperó su viejo escaño de contertulio entre los que venían de vuelta en los avatares y sucesos que acompañan el vivir con sus asuntos.

  Desde entonces, y ha transcurrido un tiempo,como bien dice el recetario sabinero:”espejismos rosicleres ya no le fruncen el ceño, ni le cobran alquileres las mujeres que olvidó, bajo el sol que le apuñala vive sin patria ni dueño, como el aire lo regalan y el alma nunca la empeña, con las sobras de sus sueños le basta para comer.

   De que voy a lamentarme, piensa, si bulle la sangre en mis venas y cada día al despertarme me gusta resucitar. A quien quiera acompañarme le cambio versos por penas, porque intuyo y tengo claro, ¡las vueltas que da la vida!, que bajo los puentes del Sena de los que cambian de norte se duerme sin pasaporte y está mal visto llorar”.

   Una vieja canción de Sabina me dio la idea y fue el hilo conductor de esta historia que hace bueno aquel dicho que a venir dice aquello de que "en una vida hay muchas vidas"

 



martes, 4 de diciembre de 2012

De curas con sus haciendas


  
      
     

El día en que las beatas fueron en gloriosa procesión a Ciudad Real a visitar al señor Obispo permanece, a pesar de las décadas transcurridas, inalterable en mi recuerdo. Jugábamos en la calle, porque era muy sano, saludable y porque no había otra cosa, cuando vimos pasar ante nuestras narices, congeladas y con mocos que colgaban como estalactitas, un autobús, extraño artilugio en aquel tiempo de mulas y carros, cargado de benditas y cándidas matronas dispuestas a viajar hasta el obispado, mientras cantaban el Pange Lingua, para defender hasta con capa y espada, si preciso fuera, la meritoria figura de Don Pablo, cura coadjutor de la parroquia, ante la repulsiva estampa del que era párroco, con el pelo de punta y cortado a cepillo, Don Antonio Moreno Maroto, del que aún me llegan las emanaciones que emanaban del confesonario cada vez que tener tenía que confesarme y que hubo de bautizarme y posar sobre mi boca de tierno infante la primera hostia consagrada que tome en comunión.

     Era Don Antonio clérigo a la vieja usanza. Sotana raída y cubierta de manchas, barriga prominente por el “ayuno constante” y con unos pensares que más se inclinaban hacia el Concilio de Trento, celebrado en la Edad Media, que hacia la modernidad que representaba el recientemente celebrado Concilio Vaticano II que había traído una ola de modernidad desterrando por siempre jamás de las Iglesias las misas en latín, innovación a fin de cuentas, a la que él tenía, o debía de tener, la misma consideración que a un santo Cristo con dos pistolas. Debió de ser por aquellos días de creciente aperturismo, aunque no lo fueren tanto, cuando se hizo famoso en el pueblo un grupo musical que respondiendo al nombre anglosajón de THE BLUMAN y formado, entre otros, por los hermanos Torosio, pusieron de moda, con la inestimable ayuda del presbítero renovador, el cantar en misa de doce a ritmo de rocanrol en lo que se hubo de llamar, y se llamó, misa yeyé. Imaginen, sin quebrarse la cabeza, con estos mimbres la que se montaba cada domingo con sus fiestas de guardar a la puerta añeja de la parroquia de La Asunción donde, como si de un concierto de Los Brincos se tratara, la gente guardaba cola a la espera de poder tomar asiento en los bancos de madera con la muy novedosa intención de ver ante sus pasmados ojos si era verdad aquello de que ahora se daban cantos y desmesuras donde antes solo asomaba el latín con sus gregorianos.

     Así las cosas, las melenas de los hermanos Torosio, y alguno más que mi breve memoria abandonó en el olvido, ondearon al viento cual bandera tricolor durante un tiempo que resultó ser breve. El que tardó en que se le inflara al menos un solo huevo al clérigo mandón de la villa con su escaso tropel de seguidores, más de derechas todos que Blas Piñar, a buen seguro del Opus Dei y con la mente anclada en los lejanos tiempos en que reinaba el rey Carolo. Por todo ello, y porque estos comportamientos eran como un aire nuevo muy mal visto por los poderes facticos del lugar, se avivaron las críticas y los descréditos hacían todos aquellos que los llevaban a la práctica con el apoyo inconmensurable del presbítero conservador y su rebaño de borregos que apoyaban con fe y hasta desmesura todo lo que hiciese volver a los que consideraban plebe a los tiempos recién olvidados del tentetieso y la oscurana. Así. y con esas, el populacho se empezó a fraccionar por los motivos más simples y banales en partidarios del uno y furibundos detractores del otro haciendo que las escasas aguas del lugar, antes mansas y tranquilas, empezasen a bajar revueltas y más aún cuando se supo que las fuerzas vivas del territorio, el cura, el poder civil y “la banda de cornetas” habían logrado que el obispo desterrase al cura provocador a otro lugar más alejado para quitarlo de en medio.

     Y fue entonces cuando, imbuidas por un desconocido ardor revolucionario, viajaron todas las excelsas mujeres de la villa y su contorno hasta la capital ciudadrealeña consiguiendo el venerable propósito de que su querido Don Pablo continuase con sus dotes de buen pastor celebrando la misa de cada día y fue también cuando ocurrió, poco después y en el regodeo inmenso por el éxito conseguido, que apareció un animal de raza felina, un gato negro sin más, ahorcado, no se recuerda bien si en la puerta de la casa del cura párroco o en un árbol que había cercano, con un cartel sujeto al pescuezo en el que podía leerse esta precisa y escueta sentencia: “Cura curato, si no te vas de este pueblo, te verás cómo este gato”.

 

     



sábado, 17 de noviembre de 2012

Días de escuela


    
      Aprendí a escribir a bofetadas con el uso obligado de la pluma. Había que mojar una y otra vez en el tintero. El pulso se aceleraba, la mano temblaba y la gota de tinta caía, brutal e inmisericorde, sobre el blanco papel inmaculado. Cogía cauteloso el papel secante y la monja, que observaba con deleite la escena, se levantaba con calma, despacio y hasta regodeándose, y amarrándome por los pelos, me salpicaba un par de  sopapos de padre y muy señor mío, poniéndome la cara como un tomate y provocando que viera en un instante estrellitas de colores.

     La escuela de Don Sebastián aposentaba sus reales en la Calle Inmaculada, junto a la primera parroquia que hubo en el pueblo, en el piso bajo de lo que entonces llamaban “el comedor” y hoy es el Centro de los abuelos jubilados. Mi paso por el lugar fue efímero pero se me hubo de quedar como clavado a fuego en la memoria. Era una escuela a la usanza de aquella época. Suelo de madera y tarima en alto donde estaba ubicada la mesa del maestro que era como entonces se llamaba a las personas que tenían el oficio sublime de enseñar y que ha quedado denostado en estos tiempos por el insulso vocablo de profesor que parece como de más rango y distinción. En el centro de la tarima, y tras la mesa, estaba la silla, detrás de esta una pizarra enorme y a sus lados los consabidos cuadros, adustos y ajados, de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, fusilado por los rojos en Alicante y conocido como El Ausente, y Francisco Franco Bahamonde, caudillo invicto de las Españas por la gracia de Dios, a quien un servidor siempre gusta de llamar  el Innombrable. Me pregunto, ahora que la conozco, si será cierta la historia que siempre escuche decir y que afirmaba que el líder de la Falange había sido abandonado a su suerte por el dictador, sin intento alguno de canjeo o rescate, en su desmedido afán por ir eliminando los obstáculos que pudiera encontrar en el camino hacia la jefatura del Estado. De ser así, y si los fantasmas existen, deduzco que debió ser jodida la cohabitación de aquel par de siniestros personajes en todas las escuelas y organismos oficiales del Estado.

     En la escuela de Don Sebastián aprendí la tabla de multiplicar. Nos colocábamos en corro en el centro de la clase y el primero, el que estaba más cerca del maestro, empezaba con la letanía porque entonces se aprendía la tabla cantando: “ocho por uno es ocho, ocho por dos dieciséis, ocho por tres veinticuatro, ocho  por cuatro, ocho por cuatro, ocho por cua…” y te quedabas traspuesto, ojos al techo, semblante demudado, lentas gotas de sudor cayéndote por el rostro y de repente, como caída del cielo, y perdonen el desafuero, una hostia sin consagrar, que te desempolvaba el intelecto aclarándote para tu propio beneficio la memoria. Eran los métodos, las formas y maneras de enseñar en aquellos tiempos no tan lejanos. Todo estaba permitido a quien tenía el deber de enseñar y poco le era consentido a quien no tenía otro remedio que aprender y callar.

     Al final de la Calle de Cervantes, cuando esta se une con la Avenida de Todos los Mártires, se encontraban antaño las Escuelas del Jardinillo, de las que guardo un grato e imborrable recuerdo y que ahora son Centro de Salud donde le echan un remiendo a todo el que por su puerta asoma. Supongo que el personal les dio ese nombre porque en el extremo final del edificio había un diminuto jardín en el que nunca hubo flores. Debían de correr los primeros albores de los setenta cuando fuimos trasladados a aquellas escuelas que la insigne prócer María del Rosario Laguna había hecho construir en los principios del siglo XX, siendo algo meritorio, loable y de reseñar, con la generosa intención de que en ella fueran instruidos todos los niños y niñas pobres del pueblo. Allí conocí, y vi por vez primera, a quien siempre será, en toda la amplitud que encerrar pueda tan hermosa palabra, mi buen maestro y con el pasar de los años amigo Eugenio Laguna Saavedra, pequeño de estatura y con el corazón grande. Vivía Don Eugenio en una escueta vivienda que había en el piso superior de las escuelas junto a su esposa María Teresa Martín, su hijo Carlos, de quien siempre fui amigo y la pequeña Alicia. Las aulas de la escuela eran desangeladas, de techos altos en los que anidaba el frio como un pájaro negro durante todo el invierno. Por ello existía en el patio una habitación llamada carbonera donde se almacenaba el carbón que  después se quemaba en una estufa oxidada de hierro fundido que despedía al calentarse un humo que se traducía en peste de mil demonios provocando que todos volviésemos a casa con lo que se daba en llamar olor a zorruno, aunque poco importara tan olorosa vicisitud en aquel tiempo en que la delicadeza y el empaque brillaban por su ausencia haciéndose bueno el viejo refrán del ande yo caliente y ríase la gente.

     Baste decir, como ilustrativo botón de muestra, que los retretes que usábamos en aquella escuela, entrando ahora en un asunto de olorosa exposición, no eran otra cosa que agujeros practicados en el suelo, bocas inmundas de una inmensa fosa donde iban a parar orines y deposiciones que silbaban en su bajada al infierno de tan profundos abismos como las bombas incendiarias lo hicieron masacrando el sagrado suelo de Guernica. También echábamos campeonatos del “mear largo”, Todos los infantes puestos en hilera, parejos y a la señal del todos a una, como en Fuenteovejuna, intentábamos llegar con el chorro de la meada desde una pared hasta la otra y era entonces cuando este que les escribe, aquejado de fimosis como estaba, terminaba colocando el chorro donde empezaban sus pies.

     Y tampoco es este un acaecimiento que pueda resultar extraño si tenemos en cuenta que en los años en que se desarrollan estas añejas historias, que aunque lejanos no lo son tanto, los cuartos de baño y aseo eran cosa como de otro mundo. Por ello, acostumbrados estaban entonces, los habitantes de la villa y todas las colindantes, a hacer sus más precisas necesidades, casi por lo general, en lo que se daba en llamar basura y que venía a ser, y era, un lugar hediondo y pestilente donde iban a parar todos los despojos que se ocasionaban en las casas y en el cuerpo de los pobladores de la misma. Allí, colocados en cuclillas y rodeados desde los cuatro puntos cardinales por todo tipo de desperdicios traducidos en botes de hojalata vacíos que habían contenido las escuetas conservas utilizadas en el comer cotidiano, cartones, papeles de estraza y algún plástico en ciernes que ya iba llegando pero aun no nos invadía, se evacuaba todo lo desechable, que no era mucho, observados por el ojo avizor de los gallos y gallinas que merodeaban igualmente por el lugar comiéndose las mondas de las patatas, las pieles de las frutas y los detritos depuestos por los humanos de dos patas mientras esperaban el oportuno momento de picarle el culo o tirarse a la chepa de quien estaba cagando.

   Algunas tardes, ocasionalmente y cuando el clima extremo de esta tierra manchega lo permitía, anunciaba Don Eugenio que saldríamos de paseo. Como agua bendita de mayo lo esperábamos por aquello de la holganza y el desenfreno y así, cogidos de dos en dos de la mano, en pantalones cortos y con el flequillo cortado a tazón, encaminábamos nuestros pasos hasta las cercanas eras del Portazgo donde una vez llegados dábamos rienda suelta a nuestros escondidos instintos primarios traducidos en juegos ancestrales que parecer parecían sobrevenidos de la época en que el homo sapiens empezaba a habitar el globo terráqueo. Allí, por una tarde, y en “candorosa fraternidad”, jugábamos al futbol hasta caer reventados y no era extraño que en el fragor de la contienda se desatasen los sentidos y acabase algún integrante del clan con alguna aporreadura en la cabeza producto del énfasis entusiasta  en el desarrollo de alguna batalla parecida a la de Las Navas de Tolosa, sin moros y donde las piedras llovían por doquier.

 También se alineaban, en la inmensidad de aquellas desaliñadas aulas, unas mesas enormes que se asemejaban a las que se ven en las películas que versan sobre la Edad Media y en las que vemos a los comensales sentados en largos bancos corridos donde devoran sabrosas viandas y beben olorosos vinos. Allí, en aquellos bancos sin respaldo, nos sentábamos y escuchábamos con atención, y a veces sin ella hasta que una colleja nos espabilaba, las explicaciones que salían de la boca del maestro. Despacio se nos iban calentando las doloridas posaderas ante la dureza inmisericorde de los incómodos asientos. Era entonces cuando comenzaba el desfile de peticiones, donde cualquier excusa era buena para estirar de paso las piernas, pidiendo el ir al retrete. Los días de lluvia el patio de la escuela se convertía en un barrizal inmenso y los chiquillos que por el merodeábamos teníamos que hacer hasta equilibrios y andar con sumo tiento para no dar con nuestros débiles huesos de bruces en el suelo, practica en la que Carlos, que como dijimos con anterioridad era el hijo del maestro, se convirtió en experto y versado al caer, en un mismo día y por tres veces, de culo en el mismo charco. Así, el tiempo de invierno se antojaba interminable mientras las clases terminaban a las cinco de la tarde, el frío nos agarrotaba los dedos y los sabañones crecían como champiñones en las orejas pues solo una mísera estufa caldeaba el aula lóbrega donde lenta y concienzudamente íbamos aprendiendo los elementales conocimientos que habrían de valernos, o eso al menos nos decían, para abrirnos paso en la vida.

 


jueves, 1 de noviembre de 2012

Del abuelo Santiaguillo...


    

   Mi abuelo materno portaba para su identidad el mismo nombre que el patrón de la patria hispana. Santiago, para más pelos y señas; aunque todos en el pueblo le llamasen Santiaguillo. A Santiaguillo le acompañaba la boina calada en la cabeza. Cabeza que, con su pelambre, con los años se volvió gris como la ceniza y quedo surcada a ambos lados por prominentes entradas. Acarreaba también la cualidad de ser dicharachero, ocurrente y tan sagaz a la hora de componer refranes que para cada asunto de la vida y para todo momento en cuestión guardaba el proverbio y la máxima adecuada.

   Era amplio de sabiduría en las cuestiones de la vida. Todo debido a los avatares de los tiempos convulsos que había vivido y que le hicieron ampliar sin escuela sus conocimientos, muy extensos y profundos para una persona que ignoraba desde sus principios el arte del leer y el oficio de escribir. Trabajó durante buena parte de su azarosa vida en una de las casas pudientes del pueblo. La que pertenecía a José Toledo Orellana, hacendado terrateniente, y en la que obtuvo como premio, después de décadas de trabajo y llegada la hora de la ansiada jubilación, la carencia del derecho a pensión alguna por los servicios prestados pues aquel “digno” señor, o algún lacayo a su servicio, no habían tenido a bien pagar una sola peseta al seguro social por sus servicios. Eran tiempos, que en algo se empiezan a asemejar a los presentes, en que los patronos se hacían ricos a costa del sudor de sus criados. Criados a los que vejaban y explotaban hasta la saciedad por un salario de miseria aunque ello no era inconveniente para que Santiaguillo transitase por la vida con ilusión y alegría.

   Siempre refirió mi madre como una perenne letanía que en los tiempos aciagos que siguieron a la guerra civil, en la década nefasta de los cuarenta, cuando ropas y alimentos escaseaban y las enfermedades asolaban  a la pobre gente que vivía por estos parajes, siendo el hambre la más fiel compañera del discurrir cotidiano, como solía llegar el abuelo a la humilde morada en la que se cobijaba junto a sus cinco hijos en la calle del Membrillo, con transeúntes de cualquier tipo y pelaje a los que encontraba pidiendo en la calle ofreciéndoles asilo y un poco de lo escaso que tenía con el consiguiente enfado su esposa Benigna que al final de la guerra le aconsejaba, según contaban, que presuroso gastara las pocas pesetas que ahorradas tenían porque después, y con la llegada de los mal llamados nacionales, no habrían de servir para nada.  Y para nada sirvieron, al menos entre la gente humilde y pobre, cuando Franco y su caterva de miserables ganaron la contienda. Para nada que no fuese otra cosa que para hacer cuadros, que era lo que siempre afirmaba el abuelo, que era bueno de solemnidad pero más agarrao que un chotis, que harían con ellos si al final no servían y la ocasión se presentaba.

  Llegada la Navidad y unos días antes de la Nochebuena era para el abuelo un  rito sagrado el acercarse hasta el monte a por unos palillos zambomberos que junto con una piel de conejo puesta a secar muchas semanas antes le servían para convertir una lata de tomate de diez kilos en una zambomba con la que dar la tabarra a todo titirimundi. Contaban también que era aquella costumbre que arrastraba a lo largo de toda su vida y aun hay testigos vivos y cargados de años, como Arturo Piña, que pueden atestiguar las juergas con sus cachondeos que se montaban durante noches enteras con sus madrugadas tocando y cantando con aquel artesanal instrumento entre vasos de  limoná.

   Santiaguillo dejó a su estirpe una herencia singular: todos hablamos hasta por los codos. Mi madre habló y conversó con excesiva fluidez hasta casi el final de sus días aunque tuviese cuarenta de fiebre y le temblara el pulso con sus constantes vitales y un servidor, que es su digno descendiente, nació casi con la palabra en la boca. En cambio para andar necesite años y días debido, tal vez, a mi débil y conocida condición de ochomesino. 

  Viajaba el abuelo en el carro con sus mulas con frecuencia hasta la Casa del Yerro y solía hacerlo en soledad salvo en una ocasión en que hizo el camino bajo el amparo de otro que decían que hablaba tanto o más que el. Recorrieron kilómetros bajo la plática interminable de Santiaguillo sin cesar en el discurso ni un solo momento y cuál no sería el ritmo de su disertación que cuando estaban a pocos kilómetros de llegar hasta su destino hubo el acompañante de elevar sus suplicas al cielo reconviniéndole: “ Santiago cállate un rato y déjame a mi que hable que como no  hable reviento”

   La madre del pudiente con el que trabajaba el abuelo se tiró de cabeza al pozo y nadie tenía el arrojo suficiente para bajar hasta el fondo a sacarla. Y allá que fue Santiaguillo atado con una cuerda y armado de una vela con su palmatoria. Consiguió atarla y, entre improperios hacia los santos y otras elevadas instancias, consiguieron izarla lentamente y cuando estaba a punto de llegar hasta la superficie se calló nuevamente hasta el fondo de aquel abismo arrastrando en su caída al abuelo. Fue entonces cuando emergió desde aquel negro abismo la voz del susodicho sentenciando: “me cago en la leche puta. Ni muerta me vas a dejar tranquilo”

   Eran igualmente los años en que multitud de circos de escasa monta y poco fuste llegaban hasta lo más recóndito de los pueblos de nuestra España cañí ofreciendo espectáculos de dudosa categoría en condiciones precarias. Así, un martes por la mañana debió de ser por aquello del ni te cases, ni te embarques, arribó entrando por la carretera de Torrenueva el afamado circo de Tarugo, tramoya esta de titiriteros que aposentó sus reales, como siempre lo hacía, en la explanada del parque donde ahora está la noria. Al caer la tarde la villa, con sus calles y callejones, se llenó de voces que a los cuatro vientos anunciaban que en fechas muy próximas y venideras tendría lugar un fabuloso espectáculo circense al que podrían asistir niños, adolescentes, jóvenes, adultos y viejos pues era, aseguraban, de tan variado contenido y entretenimiento que haría el deleite de todos los que asistir a él asintieran. Y fue así como el abuelo Santiago acudió presto en mi socorro ofreciéndose a acompañarme invitándome, cosa esta rara dada su innata roñosidad, al visionado del espectáculo en primera línea, y hasta con asiento, para no perder detalle.

   Llegado el ansiado día emprendimos, el uno, con la boina calada y unos pantalones de pana con un mapa de zurcidos y el otro con el pelo cortado a tazón y las zapatillas que aún subsistían de cuando Padre Damián, el camino que llevaba al parque donde estaba instalado el circo, que de circo tenía poco, porque carpa no ostentaba. Solo algunos herrumbrosos bancos, rescatados, según parecía por las trazas, de alguna desgraciada inundación, y colocados en circulo adornaban el desolador paisaje al que se sumaban unos cuantos vehículos desvencijados y una caravana carcomida por la cochambre y que debía ser donde aquellas pobres gentes pasarían sus ingratos avatares a lo largo y ancho de nuestra querida España.

   Llega el momento y suena una música que se asemeja a un pasodoble. Desfilan los artistas con toda la dignidad que su condición les permite y con más mugre que el cerrojo de una cochinera. Los payasos, magos y malabaristas son escasos y marchan ante mis estupefactos ojos mientras el espectáculo empieza a transitar con más pena que gloria pues a nadie se le escapa que aquello tiene poco de entretenido y mucho de soporífero. Y es así, cuando el hastío empieza a hacer acto de presencia entre recuelos de bostezos y algunos suspiros con sus pedos, cuando anuncian por un megáfono que es como una trompeta de lata que a continuación va ha tener lugar un extraordinario acontecimiento taurino. De inmediato aparece ante nuestros asombrados ojos un tío cobrizo y de tez aceitunada, gitano para más señas, y vestido con un traje de luces que, por sus remiendos y raspaduras, debió de pertenecer a Frascuelo en sus comienzos. Suena un clarín, o algo que se le parece, y sale de la caravana, que hace las veces de chiquero, un animal que parecer parece un toro, pero que no es otra cosa que un inmenso trapo negro con dos cuernos cosidos y un par de aquellos infelices metidos dentro. Imaginamos que es toro por los cuernos que hemos dicho que porta, y hábilmente le da el imitador de Frascuelo un pase hasta a porta gayola y otros cuantos más al frente y se dispone a matar, asunto este para el que se tiene que subir en una silla dada la altura que tiene el jumento.

  Se desatan  el clamor y los aplausos entre el respetable, que debe de pensar aquello de que a falta de pan buenas han de ser tortas,  cuando el astado rueda a tierra panza arriba  y por las ovaciones del personal se podría pensar que hasta habrán de darle, aunque no haya de donde sacarlos como no capen y desorejen al torero, las dos orejas y el rabo. Terminada la lidia y con la res entre espasmos y convulsiones en el suelo pasan entre el público unos platillos de hojalata para que cada cual de aquello que estime oportuno y no hay que decir, porque se habrá de suponer, que el ardor por echar algo en el plato resulta más bien escaso aunque igualmente habrá que decir que los pobres titiriteros poco ofrecen pero con menos aún se conforman.

  Termina la fiesta y vamos todos levantando nuestros reales traseros de los asientos mientras nos encaminamos entre chanzas a nuestras respectivas moradas. Y en esas andamos, atravesando la explanada del parque, entonces de Calvo Sotelo y ahora  de Castelar, a la altura de lo que en el presente es El 14, cuando emerge, lo que parece ser otro toro salido desde el mismo fondo de los infiernos y no es otra cosa que un muchacho enfervorizado y que en el éxtasis de lo visto  ha creído convertirse en astado arremetiendo sin control contra las posaderas del sufrido abuelo que sale como por un resorte disparado yendo a dar con toda su maltrecha humanidad contra el suelo. Cuando se levanta arañazos y rasguños le llenan la cara cubierta de tierra. Las manos llenas de sangre, la boina por un lado, la chaqueta de pana remendada por el otro y la boca, ¡Ay Dios la boca!, soltando sapos y culebras contra el autor de tan fatídica caída que huye despavorido, y como perseguido por el diablo, poniendo  pies en polvorosa. Salen a relucir las madres con calificativos en exceso mundanos, se acuerda de los padres sin saber sus nombres y a todos los santos del cielo, incluido San Pascual Bailón, les deben silbar los oídos en tan memorable noche. A la procesión que sigue después no le hacen falta nazarenos que la alumbren ni banda de música para animarla porque bulle sola en su propia salsa. El abuelo, que camina como un ciclón delante de mí para protegerse cual burladero ante otra posible acometida, echa y derriba contra todo lo que le viene a la cabeza mientras se corren cerrojos y hay  puertas que hasta se abren ante el paso de tan exigua comitiva y asoman cabezas que semiocultas entre persianas y cortinajes con asombro preguntan: “ ¿Qué le ha pasao a usted Santiago?, mientras él sigue a lo suyo, cagandose en todo lo terreno y divino, conjurando e invocando a los antes dichos, sin prestar atención alguno y yo contesto, una y otra vez solicito y hasta asustado: “ que lo ha pillao el toro, que lo ha pillao el toro”.

  Continua así tan doloroso cortejo por la calle de San Sebastian y llegados hasta La Puente enfilamos, acrecentándose los dichos y hasta los hechos, la que dedicada está al Capitan Casado, muy heroico santacruceño fallecido en la guerra de Marruecos mientras batallaba a las ordenes del infausto general Franco, y rumbo a la de Don Máximo Laguna, ilustre botánico de la villa también. Llegados a la intersección con la de Cervantes ya se percata mi madre, que por ser época estival anda tomando el fresco sentada en uno de los balcones, de que algo raro ha ocurrido porque las voces y hasta improperios que por la boca suelta su padre no dejan lugar para las dudas. Abren la puerta de la calle y subimos las escaleras entre quejios y lamentaciones hasta que llegamos a la terraza donde se encuentran mi padre, mi madre, mi hermana y la Tía Pilar, hija soltera y cuarentona también del abuelo, que no tiene mejor ocurrencia que partirse de risa el espinazo mientras observa el ver que tiene su maltrecho progenitor. Ni que decir tiene que aquella fue la gota que colmó un vaso que ya estaba lleno y que la garrota de mi padre, del que ya hemos dicho que era cojo, a punto estuvo de medir el espinazo de la susodicha si no llega a ser porque prestos, entre los unos y las otras, le fuimos parando los pies, las manos y todo aquello que por inercia se le disparaba.

   Cuando te aproximas al pueblo desde cualquier dirección siempre se divisa la inmensa mole de tierra que en este lugar conocemos por Cabezuela y cuyo nombre real es Molino de Viento. Debe ese nombre a que en tiempos pasados, cuando la electricidad aun no había llegado a estos recónditos lugares, la tarea de la molienda del cereal se hacía en un molino que había en el cerro. Hasta allí subían, entre sufrimientos y calamidades, las caballerías con los carros transportando su carga. Con el paso de los años llegaron las obras del ferrocarril y las tierras de la Cabezuela en su vertiente hacia Torrenueva, que eran propiedad de Francisco Toledo Orellana, terrateniente del pueblo para quien prestaba sus servicios malpagados el abuelo, fueron utilizadas para construir la vía y allí fue a dar con sus huesos como guarda del polvorín el abuelo Santiaguillo.

     Contaba el buen hombre que marchaba cada día hacía La Cabezuela con la caída de la tarde y la llegada de los pájaros nocturnos y cuando volvía estaba ya bien entrada la mañana. Con frecuencia recibía la visita de gentes de mala fe que subían hasta aquel lugar en las alturas durante las eternas anochecidas del invierno con la única y miserable intención de alojarle el miedo en el cuerpo. Otras en cambio le llegaba la buena gente en busca de calor y compaña. Eran los tiempos en que aún los maquis se escondían por los montes, la electricidad brillaba por su ausencia y había de pasar noches eternas al abrigo de la escasa luz que desprendían los candiles mientras guardaba los materiales y explosivos que eran utilizados en las voladuras de la cantera.

   Uno de los últimos quehaceres que le recuerdo al abuelo, además de guardar la puerta del Salón de Piña cuando allí se celebraban bodas, fue la del reparto de carbón que era el combustible con el que entonces se alimentaban las cocinas de las casas y de picón, que era a su vez el carburante con el que encendíamos los infames braseros para calentarnos las entrepiernas y otras cosas en los fríos anocheceres del invierno. Lo repartía en un carro desvencijado, tirado por una mula que era propiedad de un hombre de tez cetrina y semblante aceitunado que tenía un puesto de petróleo en la plaza y se llamaba Bernardo. Llegaba hasta la casa de mi infancia subido en el carro y gritaba: “Coroneeeeeeel” y yo bajaba la escalera saltando los escalones de dos en dos a su encuentro. Y llegaba entonces el placentero momento en que recorríamos el pueblo atravesando un laberinto de calles plagadas de baches y tierra dando mil tumbos subidos en aquel desvencijado carruaje y disfrutando con las gentes que al vernos pasar nos saludaban diciendo. “Adios Santiago”, mientras el abuelo contestaba sin distinción alguna de clase: “Adios, hijo mío”.

   Y debió de ser por este sencillo motivo de llamarle hijo a todo aquel que saludaba que el día en que cumplidos los ochenta años hizo el equipaje y partió para otros mundos que Don Miguel Esparza, cura del corral con sus gallinas en aquel día de Santiago del 1975, observen que coincidencia, hubo de decir en la homilía de la misa al caer la tarde que se había muerto el padre del pueblo, el que se llevaba bien con todo el mundo.

 


  
   


lunes, 8 de octubre de 2012

De como los Churriegos salieron en televisión







No es costumbre acostumbrada la de insertar en esta factoría de escritos, artículos, vídeos y otras historias que no sean las que este escribidor va elucubrando desde su exigua mollera. Más he de decirles, sobre todo a aquellos que andan por otras tierras que hasta nos hemos hecho famosos los santacruceños, puesto que hace unos días la televisión autonómica y el programa Ancha es Castilla La Mancha hubieron de visitarnos para contar a todo el que lo quisiera ver cómo somos y donde estamos. Por ello, he pensado que a todos los que no pudieron visionar el antedicho programa habría de hacerles ilusión verlo, aunque sea con retraso. Así que a la espera de que las musas acudan en mi auxilio para contarles algún nuevo parto les dejo con algunos de mis paisanos y sus cosas. Que lo disfruten.

    









miércoles, 26 de septiembre de 2012

A la santa, en día de boda.

 


   El día que me casé, ¡que guapa iba la santa!, portaba sobre las napias unas gafas de tan considerables dimensiones que hubieron de ser y aun son motivo de cachondeo. Que vamos hacer si eran tiempos en que la moda con sus estilos diseñaba antiparras de amplia holgura que superpuestas en las narices parecían los anteojos que calza Bartolo, personaje que encarnado por José Mota, nacido en Montiel y manchego hasta la médula, hace las delicias de mi vástago primogénito y de su hermana la infanta.

   Más no habrá de ser este el hilo que de argumento al presente relato, sino más bien el referido al berrinche y desasosiego que sufrió la santa en tan señalado día, por el hecho acaecido de que pareciera que San Pedro, en un arranque de mala leche, hubiera abierto las compuertas que detienen el agua en el cielo para soltarla de golpe y sin control, sin remisión ni remedio, sobre las cabezas de quienes habíamos de ir a la boda con su banquete.

   Haciendo historia diré, que ya entreveía algo, cuando puesta la fecha a tan señalado evento, veintiséis de septiembre del mil novecientos noventa y dos, empezó a musitar, por lo bajo y como en plegaria, aquello del “que no me pase a mí como a mi madre y abuela”, haciéndose tan pertinaz y repetitiva que hube de insistir para que me contara las razones de tal premonición, que no eran otras que las que venían a decir que el día del enlace de las anteriormente citadas hubo de llover más que cuando se casó Neo. Añadámosle a esto el hecho de que le dio por otra tabarra con su monserga y les cuento. Ya saben ustedes, queridas y queridos míos, por lo contado en anteriores escritos que un servidor fue dado en sus juveniles años a la composición de murgas y letrillas, motivo por el cual la santa en un despliegue de intuición y lucidez, me incitó o mejor decir ordenó, que en lugar de la usual invitación de boda, cosa muy vista y manoseada, me sacase de la manga exprimiéndome el intelecto unas coplillas, eso sí, (…buena es la perrilla “pa” ir de caza,), originales, “que cualquier cosa no vale”, para invitar al festín a familiares y amigos.

   Ya les he dicho la fecha del acontecimiento, año que recordaran de muy patrias celebraciones como las Olimpiadas de Barcelona y Exposición Universal de Sevilla, con lo cual y a diferencia de estos tiempos nefastos había trabajo a manta en mi camarero oficio y es por ello que les juro si hace falta sobre la Biblia, que poco faltó para que entre moros de Marruecos, alemanes cabeza perro, gabachos del país vecino y composiciones varias, no diera en reventar como el lagarto del Viso.

    Y fue por ello, prometo que fue por ello, por el hecho de que la santa estaba genéticamente predestinada a servir como imán atrayendo a las nubes y porque este servidor de ustedes incitó sin remisión a los dioses de la lluvia al componer una letra que decía:” ya pueda nevar o llueva, con la venia del alcalde, el cura nos casará, a las siete de la tarde”, por lo que el cielo abrió sus puertas muy de mañana y empezó a caer un aguacero pertinaz, mientras un horizonte de plomo se columbraba de Norte a Sur y de Este a Oeste.

  Con premura arranqué mi Seat 127, desconchado y salpicado de bullones,  y me dirigí a la casa de la novia, que sigue siendo la de mis suegros y encontrándola envuelta en un mar de llanto la hube de consolar diciendo: “no te preocupes, si no vamos en coche lo hacemos en barco”, motivo por el cual casi firmé el divorcio antes de estar desposado. En estas estábamos, cuando hubo de aparecer, porque por allí andaba, el primo Pablo, hijo el pueblo emigrado a las catalanas tierras y que siempre que nos visita lo hace portando sus utensilios de barbero, ofreciéndose solícito y servicial, mientras amainaba el temporal, a dejarme el pellejo impoluto y la cara sin barba. Ya hube de advertirle, intuyendo la que se avecinaba, que uno es de piel muy sensible, delicada y dada al sarpullido y la erupción cutánea, hecho este que no frenó sus ansias de meterme mano, en el barbero decir de la palabra, por lo que presto desenvainó la navaja barbera y después de múltiples friegas de masaje Floid acometió la faena que una vez terminada me dejó la piel como el culo de mis dos hijos cuando tenían tres meses, de no ser porque fue y pasó, que pasados unos minutos el semblante empezó a enrojecerse asimilándose a una paella hirviendo y dando la impresión de que en vez de maquillaje me había frotado la tez con dos kilos de pimentón de La Vera.

  Y no piensen amigos que cedió ni un ápice la caída durante el día de tan líquido elemento. Muy al contrario, con el paso de las horas, se incrementó su fluidez hasta límites inaguantables, que hubieron de hacer e hicieron, que ambos contrayentes no tengamos ni una sola foto en exterior de tan señalado momento. Y no acabó aquí la cosa. Terminada la boda y dispuestos a partir en autobús hasta la bella Italia, las nubes de la discordia nos siguieron, como apache en las praderas, por doquiera que anduvimos. Así supimos muy de cerca como llueve en Roma, Venecia o Florencia y les puedo aseverar, rotunda y categóricamente, que es “pabajo, como en tos sitios”. Solo cabe esperar que si en las bodas de plata nos vamos de crucero como desea la santa, no desatemos el furor de algún huracán perdido que presto venga a nuestro encuentro, bien sea desde Las Azores o la costa del Pacífico.

 

     
    

   Me vino a la mente este escrito porque hoy se cumplen veinte años de tan señalado día. Y aunque Gardel en su tango asegure que nos son nada, yo pienso que dan para mucho. Para tanto que ya tenemos, y eso que no corrimos para encargarlos, la santa y su servidor, al vástago primogénito con sus 17 años y a la infanta de los lloros que arrastra sus trece a cuestas.

     Para Carmen, con quien llevo compartiendo toda una vida, es este relato del recuerdo que habré de acompañar y acompaño con una sencilla poesía que hube de regalarle algún día.

          

POEMA DE AMOR EN EL ÚLTIMO DIA

Al final del camino, en el último segundo

cuando la ola de la muerte me envuelva

arrastrándome hasta el fondo de los mares,

quiero encontrarte en las profundidades

plenas de algas, nenúfares y sirenas

y allí, vigilados por Neptuno y su tridente

darte mi último adiós, con lágrimas en los ojos.

Me costará partir y abandonarte,

me aferraré al último eslabón de la existencia

y lentamente, deteniendo el tiempo que me quede

miraré tus ojos, besaré tu boca, palparé tu vientre.

Y lo retendré todo, como el más preciado tesoro

en algún rincón de la mente y la memoria

para añorarte siempre, amada mía.  

 

 

  

                 



viernes, 14 de septiembre de 2012

Que nadie me robe el día

                     

     

      A veces la adversidad rompe los esquemas destrozandonos la vida. Los pájaros negros vuelven a revolotear y nubes negras se otean de nuevo  en el horizonte. Y es entonces cuando bálsamos como la voz de Paco Ibañez, cantando Palabras para Julia, resultan curativos para los males del alma…..


                                                    Que nadie me robe el día
         ni la luz, ni mi sosiego,
         ni mis ratos charlatanes
         regados de vino.
         No los robéis, que los quiero.

         Que no se lleven la vida
         que siento dentro, muy dentro.
         No me ofrezcáis grandes cosas,
         no me abruméis con conceptos
         aprendidos y concretos.
         No me los deis, los detesto. 




sábado, 1 de septiembre de 2012

Tratado de urbanidad.


 Vivimos una época convulsa. Un tiempo en el que los valores supremos de las personas caminan arrojados entre sombras a la porqueriza. Hoy en día, hablar de decoro y honestidad es síntoma de tontos, materia que lleva aparejado el hecho de ser tildado de imbécil. A un servidor de ustedes, queridos y queridas míos, le importa un rábano lo que puedan pensar estas mentes lúcidas que hoy caminan por la madre tierra abanderando la doctrina, convertida en creencia, de que la imposición de la fuerza y el tributo al poderío son la única Biblia a seguir, el camino que todos hemos de recorrer. Desde aquí vaticino, como dijo Salvador Allende, que más pronto que tarde se abrirán nuevamente las alamedas y un viento fresco recorrerá los rincones apestados de este mundo de vergüenza. Nada nuevo hay bajo el sol; ninguna novedad es que los de siempre, aprovechen las coyunturas de los aciagos días que vivimos para aplastar, imponer y masacrar. Por ello, desde mi pobre factoría de escritos quiero reivindicar valores esenciales, bienes sin costo que parecen haberse perdido.

 

   Sería un buen síntoma que cualquier día, al despertarnos el reloj como canto de gallo en la mañana, no lo apagásemos de mala leche. Sería bueno también que por la mente no asomase la desgana y la desidia al enfrentarnos al quehacer cotidiano. Estaría de perlas, que los unos y las otras caminásemos al romper la alborada por la calle con el andar resuelto y en buena sintonía y que el tendero no engañase a las Marías. Que Juan apreciase a Pedro y viceversa y que ambos entrasen tranquilos al bar sin temer encontrarse con José, a quien repudian y odian desde hace años por una disputa banal que jamás condujo a nada.

     Por ello, sería también un buen detalle que Juan, Pedro y José diesen su brazo a torcer y un buen día se fundiesen en un abrazo y lo celebraran con unas cañas de cerveza, para que todo quedase en agua, en agua de arroyo que se lleva el olvido. Sería bueno también, curativo y saludable, que se pudiera servir a quien sirvió y que, en contrapartida, se pudiera pedir a quien en tiempos pidió. Por ello sería de agradecer, de premiar y gratificar, que todo fuese limpio y como está dispuesto, que estuviesen siempre presentes la buena conciencia, el sentido común, el buen hacer y la prudencia y que hiciésemos de todas las palabras de Serrat, que todo sea como está mandado y que nadie mande. Y también sería bueno, sin espantarnos por ello, no llamarle al blanco negro y al negro blanco, andar por la vida sintiéndonos útiles y serviciales, aun deseando, que por unas horas o por unos días la parte ancha del embudo fuese para el que sufre la estrecha y la estrecha para aquellos, que sin mesura disfrutan de la ancha. Sería por último deseable, citando de nuevo a Serrat, todo un detalle, todo un síntoma de urbanidad que no perdiesen siempre los mismos y que heredasen de una vez los desheredados.

 


 

viernes, 17 de agosto de 2012

Para tí, desde las nocturnas sombras.


Difícilmente podré expresar un sentimiento de mejor manera que a través de la poesía y más si esta aflora como un parto desde el alma. La poesía no nace cuando quiero, sale a la luz siempre que los sentimientos se derraman por los poros de mi piel estremecida. Así me pasa cuando observo una injustica contra la que me rebelo y clamo, si ante la pérdida de un ser querido el corazón se me desgarra y ante la contemplación de todo aquello que nos fue dado para ser gozado y compartido: los pájaros del cielo, la flor en primavera, el sol en la amanecida y el calor del amor de quien nos quiere y se entrega, aunque le vaya la vida en ello. Desde este testimonio un día me detuve a pensar en la estampa de mi madre, en su discurrir cotidiano cuando niño, en su vida de incomodidad y trabajo. De ahí, de ese poso, salió esta pequeña ofrenda, este canto a su vida duramente transcurrida. 
                   
            ENTRE LAS NOCTURNAS SOMBRAS

 

Como acordes he oído tus pisadas

por los largos pasillos de la casa,

penitente, esa tos carraspeante

que te acompaña cada día en la alborada.

Tus sigilosos pasos entre sombras,

recuerdo de chiquillo, te escuchaba

lentamente, barriendo los rincones

con el canto del gallo en la mañana.

¡Que costales tan duros soportaste

en los años en que todo nos faltaba!

También recuerdo largas noches de hospital

que pasaste con padre, madre amada,

las escasas alegrías que te dio

la vida, tan penosa y trabajada.

Quisiera darte madre tantas cosas,

esparcirte la luz por tus ventanas,

y te basta una sonrisa acariciada,

un momento de charla, unas palabras

para bullir feliz, ¡que poco pides!,

y cuanto a cambio entregas con el alma.





jueves, 2 de agosto de 2012

La Colina





     

 Tendrán a bien perdonar, amantísimos lectores y lectoras de estas humildes cavilaciones, mi tardanza en dar termino a este relato, más ya les advertí que ocupaciones varias y la vaguedad cerebral que me invadía eran impedimento que habría de interponerse en el cotidiano desarrollo de mis escritos. Tenía la intención de volver a poner el artículo que antecede a este que sigue referido a La Colina para darle más sentido a la historia, pero supuse que hastiados quedarían si por tercera vez les venía con el mismo cuento. Por ello, si gustan y lo consideran oportuno léanlo y continúen con este y si así no fuera porque recuerden lo anteriormente escrito, hínquenle el diente al presente y me cuentan que les parece.

     Queden con Dios, yo me quedo con la Virgen, a la espera de que las musas de la imaginación y mi odiosa ocupación de camarero me dejen tiempo para elucubrar nuevas historias. Entretanto sean felices, que es asunto sin costo y gratificante.

 

 

     Tres siluetas. Tres siluetas difuminadas sobre un humo blanco de Ducados negro. Apenas entreveo sus figuras y aun sin saber quienes son, adivino con certeza quienes habrán de ser. Detrás de lo que hemos dado en llamar barra se adivina cual Quijote cervantino la escueta osamenta de un personaje que bien pudiera proceder de los nórdicos países, pues a la usanza vikinga porta pelambre rojiza, hecho por el que aquí, en estos sagrados lugares nadie le conoce por su nombre de pila que resulta ser Antonio, sino por el apodo que como a perpetuidad lleva colgado, cual medalla de patrona excelsa, desde que arribó a los umbrales de la vida y que no es otro que El Jaro, El Jaro de los Botas. El segundo personaje que anima la reunión, y podrán comprobar que utilizo este verbo con propiedad, es Jesús, hermano del citado anteriormente. Desgrana con brotes de encendida pasión los acordes acompasados del Ojala de Silvio Rodríguez en su maltrecha guitarra, compañera de farras y de cantos de gallo en la amanecida. El tercer individuo en liza porta gabán azul y poblada cabellera, además de una barba desaliñada que le hace parecer, solo le faltan las gafas oscuras, al genial humorista Eugenio; está apoyado en la barra, con el semblante compungido y un vaso de tinto en la mano. Es mi amigo Rafael, vendedor de tortas, magdalenas y otras sabrosas cochuras todos los martes en los soportales de la plaza e incipiente abogado en ciernes; no en vano roba esta criatura interminables horas al sueño para estudiar las vicisitudes y entresijos del Derecho, camino que le habrá de llevar a volar hasta metas más altas, hacia el camino de los elegidos.

     Flota en el ambiente, no lo habíamos dicho, la música que nacida de un Sanyo monoaural con más costras que un galápago desgrana la quebradiza garganta de un jienense que comienza a ser famoso. Se trata de Joaquín Sabína, cantautor nacido en Úbeda por el que los mencionados y quien subscribe empiezan a sentir veneración, desde que conocieron de su existencia tras la grabación de un disco en La Mandrágora, garito madrileño en el que junto a Javier Krahe y Alberto Perez, y a cambio de tres mil pesetas por noche, este andaluz de Madrid, que con el paso de los años rozará la devoción, empieza a desgranar sus primeros cantos al desgarro, las primeras canciones de un devenir que habrá de ser universal. Suenan los acordes de Gulliver, una de las trovas contenidas en su segundo disco de estudio titulado Malas Compañías, cuando me acerco a la barra y saludo cortésmente. Como al unísono, los tres integrantes del clan devuelven la salutación y presto, sin demora, sin pensar en perder el tiempo, pido un chato de vino tinto de la bodega de Los Moruscos que el Jaro Antonio vierte con habilidad sobre el fondo de un vaso de caña, no en vano le viene de casta e impreso en los genes el oficio de la repostería, mientras se pierde tras la cortina que hace las veces de puerta en el hueco de la escalera, que a su vez hace las veces de cocina y aparece con un plato de café que contiene lo que parece ser la tapa, el aperitivo que decimos por estos lugares, y que es, aunque les resulte extraño, una onza de chocolate Nieto y que bien pudiera haber sido, como en otras ocasiones, un puñado de gominolas de la tienda que Santiaguillo rige en La Puente. Son las cosas que hacen de La Colina con su inquilino territorio peculiar. No se ha referido que tan concurrido lugar debe su nombre al programa de radio que presentado por Jesús Quintero y llamado El Loco de La Colina hace furor en las ondas radiofónicas cada día al filo de la madrugada.

  De cualquier manera una sombra de malos augurios y siniestros agüeros flota suspendida en el ambiente como el humo que dijimos del Ducados negro y  debe de ser entonces cuando Rafa me tiende un ejemplar del SADEMU que dormía el sueño de los justos en un extremo de la barra. No hemos dicho, tampoco había venido a propósito, que tres de los integrantes del cuarteto que forma la reunión andan inmersos en la edición de un periódico local que cuenta y da fe a los indígenas del lugar  de los hechos y vicisitudes que acontecen y hasta ocurren en la villa, aledaños y extramuros, por lo que ayudados en la tarea por la bibliotecaria del lugar, Mise para los amigos, ducha en el asunto de darle a las mecanográficas teclas de la máquina de escribir eléctrica, ponen en circulación y como de mes en mes la antedicha publicación de la que pronto habrán adivinado, queridas y queridos míos, el sentido del título, pues al no ser hora de quebrarse mucho los cascos de la mollera hubieron de pensar los editores del panfleto que la SA de Santa Cruz, la DE dé de y la MU de Mudela, formaban juntas y de corrido la antedicha palabra, que hacía honor y daba fe de que la revista era originaria del manchego pueblo de los churriegos, de Santa Cruz de Mudela.

     -Échale un ojo. A ver qué te parece el artículo de La Colina, - musita Rafa-, lo escribí ayer entre gallos y medianoche.

     Presto hojeo las páginas inmaculadas del diario y detengo los miopes ojos ochomesinos en lo citado, que viene a decir lo siguiente:

       
     El Bar es de lo más sencillo, de lo más simple: un pequeño portal de una casa deshabitada, una puerta de madera, un pasillo estrecho y cortito que te abandona en su angostura entregándote a una luz acariciadoramente tímida, surgida de allí como todo lo que allí hay, fruto de sí mismo. Todo está abandonado y mimado a la vez: la vieja tabla que sirve de mostrador, el papel pintado que cubre las paredes, algún que otro poster ajado y diríase hortera si no fuese porque carece de toda pretensión; está allí, porque está.

      Y es que, aunque nada es necesario, no se puede prescindir de nada; todo es orden y subversión de su propio orden. Incluso esa multitud de cuatro o cinco individuos que se han dado cita sin citarse, que no se conocen ni se desconocen, que “a veces te entiende”, y a veces…, a veces no sé qué hacemos aquí.

     Nada, la verdad es que no se hace nada positivo, simplemente despegarse del tiempo, sumergirse en una atmosfera atemporal y dejar que ocurra lo que tiene que ocurrir. O acaso, encogerse de hombros si de repente ves pasar un perro dando las buenas noches, observar a los enanos conspirar contra un Gulliver grande, muy grande o escuchar la última carcajada de un bandido que prepara su moto para una lenta fuga.

     En fin, una alucinación sin alucinógenos en un ambiente de los más selecto. Ambiente que solo se puede dar donde nadie se ha preocupado por seleccionar nada ni nadie (lógica contradicción). En suma una profanación de las más elementales normas de urbanidad, ¡qué risa!

     Por eso este portalito puede resultar tan irreverente a todo el que entra en él, con el triste y simple propósito de menospreciar lo que escapa de su esquema; tan encantador, al que se deja atraer por su profana llamada. Y es que nuestro portal ha surgido ajeno a las creaciones de tanto diocesillo de pro, que anda metiendo el eterno moco de la valoración donde no existen valores eternos

     Por último decir que el dueño de la cosa, sin contarnos los de este lado de la barra, es Antonio EL JARO DE LOS BOTAS, maestro del ritual que se celebra todas las noches.

Nota: Esto no es publicidad, es más bien privacidad para iniciados.

Epilogo: ¡¡¡ Menos mal que alguien se preocupa del ordennnnn ¡!!

     Todo esto y un poquito más era La Colina hasta anoche, justo hasta que el pequeño portal sintió caer sobre sí, como en un mal western, “todo el peso de la ley”.

- ¿Qué piensas hacer ahora?

- Cerrar y después ya veremos …, sacaré los papeles….

- Eso vale una pasta

     Como sin querer, cambiamos de conversación, apagamos las luces para no ver como Gulliver y sus enanos, el bandido de las carcajadas y el perro de nadie iban desfilando de puntillas, sin prisa, sin mirar atrás, sin decir adiós…. RAFA.

     


     Les cuento, y con ello viajo sin remisión al presente, que aquella fue la última noche, así lo recuerdo, lo invento o lo quiero recordar que La Colina tuvo encanto. Aquel que le daban el perro callejero, el bandido loco que reía a carcajadas y los integrantes sin aparente ocupación que veían discurrir el tiempo formando parte de una fauna peculiar: la de los que cuando Dios ideó el mundo, si así fue y así lo hizo, diseminó sin orden ni concierto por los rincones de la madre tierra; la de aquellos que no necesitan grandes cosas, ni atesoran excesivas pretensiones para ser felices con el discurrir de la vida y sus asuntos.

     Después, el bueno del Jaro, creo acertar si pienso que hasta en contra de su propio sentimiento, sacó permisos e inició las obras que convirtieron aquel portal encantador en el que solo se vendían cervezas y vino, en un bar de cotidianas costumbres y usuales maneras; uno más al uso sin el encanto del que le precedía. Tal vez por ello, a buen seguro que es cierto, más pronto que tarde le pegó, como decimos por estas tierras, una “patá” al tenderete y una noche de algún mes, en año que no recuerdo, cerró la puerta, echó el cerrojo y como levitando, andando como de puntillas puso pies en polvorosa y mando a cagar leches el invento.

     

     
     La vida y su devenir, traidor y puñetero tantas veces, quiso que tres de los protagonistas de este relato viajaran demasiado pronto al lugar de donde no se vuelve. A buen seguro, de eso no tengo dudas, que por esos lugares celestiales las están montando pardas. Para ellos, para el Jaro Antonio, para el buen Jesús y para mi amigo, mejor decir hermano del alma, Rafael Gracia. Para ellos y de ellos es esta historia.