No recuerdo si habremos contado en alguna ocasión, en este
rincón de referir recordaciones y hechos acontecidos, que este escribidor es
hombre de letras y que es por ello que les cansa a ustedes, pobres lectores de sus
divagaciones, con extensas homilías insustanciales envueltas en palabras escritas o
habladas. Y tampoco me viene a la olla si habremos igualmente dicho que el asunto de los números siempre fue
cosa que me puso la cabeza como un bombo, los pocos pelos como escarpias y el
ser entero en estado de máxima alerta.
Lejanos quedan los tiempos, aunque desde cerca los
contemplo, de aquellos primitivos días sumido en el aprendizaje de las primeras reglas de las
ciencias y las letras en el lóbrego colegio conventual de las Madres
Concepcionistas, del que no entraré en esta ocasión a contar vicisitudes e
incidencias que dejo para fecha venidera, y del que solo diré, como a modo de
aperitivo, que entre sus paredes se hacía bueno el dicho, verdadero y
cierto, que viene a decir aquello de “que siempre las letras, con sangre entran”.
Allí aprendí a trenzar las primeras palabras, a
hilvanar los primeros números y, más pronto que tarde, hube de descubrir que
juntar letras era pormenor que me hechizaba por lo que, a través del tiempo y
su pasar, empecé a tener claro el convencimiento de que integrales, ecuaciones
y raíces cuadradas eran materias diseñadas para intelectos de mas entendimiento
y alcances siendo lo mío, en el devenir futuro de profesiones, afanes y
carreras, todo lo que alejado estuviera, y cuanto más mucho mejor, de la Física, la Química y las Matemáticas.
Y así, como en volandas, correremos un
rápido y tupido velo sobre lo acaecido y acontecido en aquellos primeros años
escolares para decir que, llegado al final de la Educación General Básica,
vigente en aquellos tiempos, tenía el escribidor claro como el agua que su
porvenir estaba en el estudio del periodismo, hecho este que puso en
conocimiento de sus progenitores para que, juntos y en buena armonía, tomásemos
acerca de mi incipiente futuro la decisión acertada.
Y fue entonces cuando ocurrió lo inesperado, el
designio torcido del destino que hizo a mis padres pensar que deber debían
pedir consejo a Doña Josefa Hellín de Vivar, a quien han contemplado más de 103
años de existencia, maestra de francés, directora del Colegio Público Cervantes
y vecina de la misma calle. Y hubo de ocurrir que tomó esta la decisión, sin que nadie pusiera objeción ni traba alguna a su designio ,y tuvo la ocurrente ocurrencia de
aconsejarles que lo mejor, dada la humilde condición de la familia y siendo el
periodismo carrera de largo recorrido, era que "mandéis a Maurito a
estudiar y aprender un oficio en la escuela de Maestría Industrial de
Valdepeñas", con lo que sin quererlo, ni desearlo, (entonces los
infantes adolescentes teníamos poco que decir y menos aun que opinar), me encontré a
las primeras de cambio matriculado en el primer curso del primer grado de
Formación Profesional en la rama de electricidad, con lo que el fantasma de los
algoritmos, formulas, guarismos y otras bestias del averno relacionadas con el
mundo de la luz y la luminotecnia dejaron de ser etéreos para volverse tan
reales como la vida misma.
Y fue así como, sin comerlo ni beberlo, me encontré en
los albores de una mañana del 75 a bordo del autobús desvencijado de Alfonso
Clemente Lietor camino de la que debía ser, y no sería, puerta del porvenir y
meta de sueños posibles o venideros. Hasta aquí todo sería normal, sosegado y
predecible de no ser porque al llegar al destino, y ubicado ya en la clase
correspondiente, hube de comprobar con espanto contenido que entre las materias
que se impartían en el centro estaba la de gimnasia.
Se preguntaran los amables lectores de estas
divagaciones sin fuste la razón de la anterior aseveración y el motivo de
mi inquina en lo que al ejercicio físico se refería. Por ello deben saber que
hasta aquel preciso instante este escribidor jamás había asistido a clase de
gimnasia alguna debido a que en el colegio del pueblo no había profesor que
impartir impartiese la citada disciplina, por lo que el ejercicio físico que
hacíamos, con el beneplácito de maestros y enseñantes, era jugar al fútbol en
las eras, lugares aquellos donde en el estío se amontonaba el trigo de la
cosecha y donde también, y a la primera de cambio, nos liábamos a pedradas
abriéndonos rajas y brechas en cabezas y cabezones.
El escribidor siempre sintió aversión por los
juegos rudos y su práctica salvaje, lo que no quiere decir que, obligado ante
la posible mofa de los que le rodeaban, no hiciere de tripas corazón a la hora
de jugar al tranco, borriquillo en la pared y otras prácticas primitivas dignas
del África subsahariana, aunque la razón esencial de tan firme proceder era la
convicción, clara y concisa, de que en el asunto del deporte no estaba llamado
a realizar grandes gestas reseñables.
Con estas llegó el temido día en que, con camiseta
de hombrillos y pantalones cortos, ¡que ver adolescente tenía el ejemplar!,
tuvo lugar el primer encuentro con El Morgan, fustigador de la gimnástica clase
y director a ultranza de la misma. Aún ahora me pregunto, sin encontrar jamás la
respuesta, que podría desarrollar en tan deportivo lugar este mortal si ya por
aquellos entonces, enclenque aunque vigoroso, era incapaz siquiera de
flexionarse sin que le crujieran costillas, articulaciones y coyunturas. Baste
decir como premisa que en tiempos más actuales su venerable suegra, con 83 años
a cuestas, es capaz de doblarse, para asombro y consternación del susodicho,
hasta colocar las palmas de sus manos en el suelo, mientras este servidor de
ustedes es incapaz, por torpe e inhábil, de pasar de la frontera que le marcan
sus rodillas. Concluiremos entonces que abdominales, flexiones y otras
prácticas por el estilo eran un sufrir del purgatorio, motivo este por el cual
la manía perpetua a la práctica de la física educación creció en mi interior
como vergel en el mes de mayo.
Dio comienzo la clase con calentamientos,
estiramientos y otras prácticas habituales en el buen hacer y desarrollo de la
gimnasia hasta que llegó el momento en que, con el ceño fruncido y los sentidos
alerta, ordeno el susodicho profesor a dos de los alumnos más fornidos que
procediesen a preparar los aparatos. En un primer momento mi confusión fue
extrema y después el pavor más absoluto se apodero de todos los rincones de mi
ser al comprobar que se refería con tal aseveración a los artilugios más
temidos a lo largo de mi vida y que respondían a nombres de catalogación tan
animal como potro, caballo y otro de difícil clasificación, ignorado y
desconocido, apodado plinto.
Colocados están ya, cada uno en su justo lugar y a
los pies de cada cual reposa una colchoneta verde, para amortiguar las posibles
caídas y porrascazos. Y también tenemos, erecto e impasible, con un pito
colgado al cuello, el mirar marcial e impasible y el bigote renegrido, al
Morgan, pasando lista “pa” que vayamos saltando. Como les podría contar,
apreciados leedores, lo que sintió mi ser convulsionado cuando la fila
disminuía y el temido momento de mis desvelos se acercaba ineludible como
cuando el reo va de camino hacia el cadalso. Así, y sin más dilación, saltó el
que estaba delante y allí me encontré observando cómo extasiado lo que
llamaban el potro. Con el brío de mil caballos oigo mi nombre declamado con
fuerza, contesto un ¡presente!. débil y como enfermizo,
mientras el Morgan me observa y me dice que "¡las antiparras
fuera!". "Si me las quito no veo ni un pijo", contesto, en
el deseo vital de librarme del temido circuito mortal, más no se compadece el
antedicho que repite "¡que te las quites!" como poseído
por Lucifer y sus huestes. Me las quito y ya estamos otra vez como en Londres, niebla espesa,
objetos difuminados, mientras un grito atroz rasga el aire y corta la
respiración ordenando como por decreto "¡potro interior!" y
allá que van mis exiguas carnes volatineras por los aires tropezando con los
pies en el armatoste y cayendo de bruces en la colchoneta. Me levanto dolorido
y casi sin tiempo para la cordura una nueva orden inmisericorde me indica
"¡caballo!" y allá que va otra vez este miope
ejemplar impulsándose en el aire y quedando clavado en la mitad del cacharro
cual jinete persa en Las Termopilas. Empiezan a aflorar las risas, las chanzas
y el cachondeo del respetable cuando, maltrecho y herido en el cuerpo y en el
alma, y cagándome en sus muertos, perdonen la inconveniencia, al nuevo mandato
de "¡plinto!" enfilo hacia el último obstáculo del
tortuoso circuito clavando la testuz cual vacuno astado rematando al burladero
y cayendo al suelo derrotado en el vano intento de dar una simple voltereta.
Aquel día, mientras subía las escaleras del gimnasio rumbo
a la calle me hice la firme promesa de no volver a bajarlas y fue juramento que
cumplí en la medida en que me fue posible quedándome de por vida el
recuelo inalterable de una sentida inapetencia hacia la practica general del
deporte y sus cuestiones.
Y será por ello que a lo más que llego en los
deportivos asuntos es a la destreza avezada del levantamiento de vidrio en
bares, que lugares tan bellos para conversar, y al deportivo
esfuerzo de seguir las exiguas gestas, sufriendo como no podía ser de
otra manera, de mi venerado Atlético de Madrid, celebrando sus victorias
por todo lo alto como pueden comprobar en la "afoto".