Como mandamientos:

Es bueno ir a la lucha con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión. Perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quien se atreve y la vida es mucho para ser insignificante.
Charles Chaplin

A veces uno sabe de que lado estar simplemente viendo los que están del otro lado.
Leonard Cohen

sábado, 4 de agosto de 2018

Con pocas luces, y entre neblinas de humo, LOS FUTBOLINES DEL CHATO


    
      
  Acercándose las ferias y fiestas del lugar les traigo, como viene siendo habitual, el artículo que he escrito, o compuesto, para el libro de festejos.
  He de reconocer que me resultó complicado dar con la tecla a la hora de elaborar el texto porque no quería caer en una mera recreación de aquel lugar tan querido y recordado. Necesitaba traer hasta el presente la atmosfera acogedora  de LOS FUTBOLINES DEL CHATO, aquellos donde hubimos de pasar multitud de infantes manchegos, y algunos que no lo eran tanto, momentos deliciosos que no han de volver a nuestras vidas.
  Enviando un saludo afectuoso a la familia de Antonio “El Chato” y muy especialmente a sus hijos y amigos Diego y José y pidiendo a Manuel Vacas Nieto y José Antonio López Aranda, protagonistas involuntarios de esta colección de recuerdos que no me pidan derechos de imagen, autor o cualesquiera que sean por aparecer en esta historia sin su consentimiento y permiso les dejo con el deseo de que sean felices, repartan felicidad y disfruten todos, paisanos y paisanas de este nuestro querido pueblo manchego, de la fiesta. Un cordial abrazo.




  Sin rumbo. Con la mente obtusa y como difuminada por los estertores que me provocan estos tiempos de vergüenza y apatía vago por las calles y rincones del pueblo que me vio nacer.  Y es así como a trancas y barrancas he ido a caer ante la puerta cerrada a cal y canto de lo que fueron LOS FUTBOLINES DEL CHATO. Aquellos donde un par de generaciones de indígenas churriegos mataron el tiempo de la misma manera que eran capaces de matar las moscas que se les aposentaban en las calvas y entrecejos con las paletas de plástico que vendía Pedro “El Patito” en la tienda que se aposentaba, y también es asunto de  un tiempo que parece perdido, al principio de la Calle de Cervantes.

 Y mientras observo, cabizbajo y pensativo, la puerta protegida por una reja de aquel  grato lugar de  encuentro me parece ver, y hasta resulta que lo estoy viendo, a Antonio “El Chato” apoyado en la jamba de la puerta apurando la colilla de su enésimo pitillo. Y sin quererlo, aunque gustoso de hacerlo, me traslado en un viaje que no quisiera que tuviese vuelta a ese tiempo que sin añoranzas me gusta recordar y que  perdido subyace de por vida en algún rincón de mi cerebro.
 
  Así, de repente, y como por fruto de un encantamiento, empujo la puerta de este santuario sagrado y me encuentro de nuevo entre la maraña de humo que desprenden los cigarrillos Peninsulares, Celtas y hasta Ducados que arden en los cuatro ceniceros que adornan los extremos de cada futbolín  que siendo tres hacen  a su vez que sean doce los recipientes llenos de pitillos y colillas con sus cenizas con lo que pueden, y deberán suponer, que el ambiente del lugar se asemeja al de una calle londinense envuelta en niebla a la espera de la llegada de Jack “El Destripador”.
 
  Casi de inmediato, porque forma parte del decorado habitual de este lugar con pocas luces, aunque se comenta que tiene muchas, encuentro a mi amigo Manuel Vacas haciendo equilibrios al volante de una máquina inenarrable que, como el célebre circuito italiano, obedece al nombre de MONZA; intenta salvar a través de un laberinto inverosímil una peseta, que bien le pudo afanar a su buena madre y que como escueta ganancia  ( este aparato solo está pensado para la diversión sin beneficio), le dará, si logra salvar tan complicada maraña, la misma herrumbrosa moneda. Pero no le cae esa breva. A mitad del camino, y en menos que canta un gallo, la peseta desaparece por una de las hendiduras laterales y Manolo da un volantazo que suena como un repique de tambor en la Semana Santa de Tobarra despertando del dulce sueño que lo envuelve al Chato que se encuentra dormitando.

  Está sentado en una silla de enea mientras se arropa al calor del brasero con las sallas que cubren la mesa camilla que llegado el invierno es el alma mater del local y sus regentes. Mesa, brasero, sallas y un buen tiento, de vez en cuando, a la garrafa de vino tinto que ayuda a combatir como vitamina los rigurosos fríos de estos rincones manchegos. Me acerco hasta él con un duro, que vienen a ser y fueron cinco grandiosas pesetas, y le pido que me de cambio. Echa mano de una cartera de piel con velos de usagre y saca de sus entrañas cinco rubias que deposita en mis manos de púber adolescente. Remoloneamos un rato observando como en el billar, que es juego para mayores ante la inevitable circunstancia de poder rajar con el taco el paño, juega una partida Diego, el hijo mayor del Chato, con Juan Manuel López Aranda que tiene al lado a su hermano menor José Antonio, hijos ambos de El Bajillo, que observa cabizbajo el tronar de las carambolas.

  En lo que llaman el futbolín nuevo braman y dan golpazos Gregorio “El Pavo “, Santi Molina, Juan Carlos Torrero y Alfonsito. Y como el Chato acaba de pasar a la cocina que se encuentra dentro, en el patio, vislumbramos el momento oportuno para jugar, por el precio de una partida, varias de futbolín continuadas. Mientras con una peseta saco las bolas atranco con otra la manivela de expulsión y las que entran por las porterías vuelven a salir sin obstáculo alguno hasta el exterior. Echamos así un buen rato hasta que ante la posibilidad de que sea descubierta nuestra artimaña decidimos salir a la calle donde acaba de caer la noche y un reguero de viandantes pasea por las aceras.
 
  Unos se dirigen hasta el Cine del Pato donde llevan unos días proyectando LOS DIEZ MANDAMIENTOS con un clamoroso éxito, otros van hacia La Campana, al Bar de Luis, al de Mauricio o al de Los Botas mientras una peste a refrito que alimenta por si sola el ambiente y los sentidos impregna los vestidos de las mozas y los trajes de los mancebos que como pollos descabezados van en cortejo tras ellas. Como hace frio volvemos a entrar observando que el local ya se ha llenado y en la máquina de PinBall, llamada PETACO,  juega una partida Chente, hermano de Socorro “El Pavo”, que tiene una destreza inusitada en el manejo de este artefacto.

  Embobados le observamos mientras esperamos el momento en que El Chato se despista ante la afluencia de unos que piden cambio, otros que quieren tabaco suelto y también, que de todo ha de haber en la villa del Señor, están los que le solicitan y degustan un botellín de la Calatrava con unas aceitunas luneras o, estos son los menos, un refresco de la marca Lux. Entre tanto mogollón se distrae y sacamos de los bolsillos unos trapos que fueron sabanas cuando la guerra de Cuba y tapamos con ellos las porterías de las paletas que tienen, por si metes la mano intentando salvar las bolas, una procesión de clavos puestos en punta y de punta a punta. Alborozados, ante la gratuidad del juego, pasa el tiempo sin que nos demos cuenta mientras un desfile de gentes va arribando por el local y tan absortos estamos que somos incapaces de darnos cuenta de que el Chato si se ha dado, a su vez,  del burdo amaño  y con un cabreo de mil demonios se dirige hasta nosotros mano en alto y….

  Bocinazo. Me despierta del letargo el claxon de un coche que pasa y del que no logro identificar al ocupante. Parpadeo mientras observo entre luces la reja cerrada de los futbolines desde tiempo inmemorial. No veo a nadie por la Calle de Cervantes. Empiezo a caminar lentamente hacia la plaza y me detengo ante el cartel descolorido que anuncia la venta desde hace años de lo que fue el Bar de Luis. En el de Mauricio se aposentan  las oficinas de un banco y donde estuvo el de Los Botas han abierto un bazar del todo a un poco los hijos de Mao –Tse- Tung  mientras el Cine Cervantes languidece entre agonías de abandono y residuos de glorias pasadas. En La Campana, último bastión de un pasado esplendoroso, es escaso el personal que está acodado a la barra.  Me invade la congoja cuando suena otro bocinazo que me detiene. Es, con cincuenta años más y una gorra que compró en el Zara, el mismo Bajillo que acabo de imaginar entre sueños. 

  ¿Dónde vas Navarro?- Sin Norte y sin rumbo, como la gente del malvivir- Anda sube y nos echamos un vino. Subo al coche y mi amigo sonríe cuando le cuento la peripecia hecha sueño que acaba de acontecerme mientras dice, como siempre sonriendo, aquello del: “¡Que cosas tienes Maurito!”. Y nos vamos atravesando una soledad de calles hasta el parque donde habremos de tomar unos chatos de vino en lo que fue la fragua,  y cobijo de un  oficio navajero que también se va esfumando, de mi tío Andrés Muñoz “Colorín”, sede excelsa en el presente del Tapicao, donde a falta de otra cosa, y entre velos de nostalgia, ahogaremos las penas en vino



viernes, 1 de junio de 2018

De un regalo muy sonado.

     Llevaba demasiado tiempo sin que las excelsas musas de la escritura tuvieran a bien sentarse en mi mesa. Hoy lo hicieron y al parecer algo hubieron de iluminarme porque fui capaz de alumbrar el siguiente parto que, como tantas otras veces, viene a relatar cosas que debieron acaecer en los tiempos de maricastaña. Ojala y les guste. 
  
  El aparato era metálico. Antiestético, deslucido y feo hasta reventar. Más como dice el refrán que a borrico regalado nunca has de mirarle el diente, será por ello, que haciendo bueno el dicho, acogí aquel donativo inesperado, como algunas otras cosas que llegaron a mis manos ya usadas y maltrechas, con la ilusión del que jamás estrena nada y todo le es dado ajado, viejo y anticuado. Me estoy refiriendo a un proyector de cine  o al menos eso dijeron aquellos parientes que, como si de un preciado tesoro se tratara, depositaron en mis manos aquella joya de la corona. “Una máquina de cine Maurito, una máquina de cine”, me gritaban en el colmo del alborozo mi madre y la Tía María. ¡Menuda maquina!
      
  Acompañaba al cinematógrafo una cajita con unas cuantas películas, por llamarlas de algún modo, impresas en papel y unos discos de pizarra que si se caían a los suelos partidos quedaban de inmediato en mil pedazos. Sobre aquel cacharro se montaba una especie de brazo, al igual que en esos gramófonos antiguos que visionamos en las películas de cine mudo, que llevaba en la punta una aguja de considerables dimensiones y así, moviendo una pequeña manivela, el disco giraba emitiendo sonidos ininteligibles como  “quejios” asemejados a lúgubres lamentos de ultratumba. De la visibilidad de la proyección mejor no hablar, porque si difícil era divisar las orejas del elefante Dumbo, más arduo y dificultoso era observar el pico del pato Donald, ya que todo se veía como difuminado y difuso. Era la vida de entonces, la del blanco y negro que hoy recordamos en color en los albores de los 70.
  
  Proyectaba las imágenes borrosas en la ajada pared del comedor de la casa, donde en el invierno hacia un frío que calaba sin piedad huesos y articulaciones mientras que en el verano un sopor insoportable hacia como que pareciera que estuviésemos sumergidos en una olla de sopa. Mientras, en las paredes, desde un lado y desde el otro, los antepasados de la Tía María me observaban expectantes desde sus sobrios retratos enmarcados en marcos adornados de filigranas que parecían de oro.
    
  Solía invitar a tan infame sesión de cine a los amigos que por entonces acompañaban mis pasos por la niñez y que debían de ser, ( tampoco lo recuerdo), mi inolvidable Rafa “El Tortero”, Joaquín “El del Casino”, Cesitar “El Breva”, José Antonio “El Tartaja”, Carlos Laguna, hijo de mi querido amigo y maestro Eugenio, y Miguel Ángel Mayoral, nieto de Juan de Dios que era dueño o trabajador, ( también en esto perdí el hilo), del corralón de vacas donde el citado Cesitar hubo de hundirse en mierda hasta la cintura en un hecho que por el solo olor que desprende el referirlo resulta más grato olvidar. Enchufado el aparato a la corriente a la que iba conectado a través de un cable de aquellos que llamaban de textil despeluchado y más viejo que la tos se encendía una bombilla en su interior de escaso voltaje que proyectaba en la pared un rectángulo de luz muy tenue y difuso.

  Colocábamos entonces la película elegida, que como ya he referido era de frágil papel, y en la parte superior el disco correspondiente que debido a los mil usos que llevaba encima estaba cuarteado y roto en diversos trozos que permanecían unidos, en el colmo del buen hacer, por largos trozos de esparadrapo dado que el tesafilm debía de estar aún por inventar.
 
  Así, y con todo a punto, daba comienzo la sesión accionando la manivela de hierro que el aparato tenía en la parte derecha y que como puede imaginar el lector emitía el sonido y a su vez la imagen a diversa velocidad según las ganas que tuviera de darle a la misma el “operador” de turno. Sera por ello, y sobre todo porque el monto de las películas era escaso, por lo que más pronto que tarde el susodicho armatoste dio con sus tripas en el camarón, (que era la estancia que se daba a usos diversos en la infame casa de mi infancia), abandonado y como en desahucio mientras nos dábamos, en la pasión por lo novedoso que tanto se da en tan tiernos años, a juegos y recreos en la cochera de camiones del Tío Antonio o entre las piedras que adornaban a falta de asfalto el escaso transitar de la cercana Calle Inmaculada. 


miércoles, 30 de mayo de 2018

Recuerda





   Un decálogo de vida que debiéramos tener siempre presente y olvidamos a menudo. Cosas fáciles de hacer, que no cuestan un euro y que tienen el valor de una fortuna. Sobre todo, porque, cuando podemos darlas no lo hacemos y cuando queremos hacerlo ya es asunto imposible. No recuerdo de donde me llegó este texto al que después le puse voz. Puede que hasta sea propio.




 
                                               
      



Carta a mi hijo









jueves, 5 de abril de 2018

Se lo que quieras ser.




   Ignoro desde donde me llegó este texto. Por ello, sin que sepa su identidad, agradezco a su autor, o autora, las sublimes palabras que en él se contienen y me limito, una vez más, a hacerlas mías poniéndoles voz e intentando seguir la premisa que nos dice que hay que lograr ser felices con lo que hacemos porque nuestro cuerpo, y hasta el alma, necesita siempre de ilusión y compromiso.


                                             



martes, 16 de enero de 2018

Con fecha de caducidad

     



Cada día que pasa tengo la convicción más clara  de que mi camino por la tierra no dejará de ser una efímera mota de tiempo en el intenso devenir del universo y la existencia. Entre la inmensa eternidad que me antecedió y la que habrá de seguir a mi muerte tengo solo el tiempo justo y preciso de estacionar brevemente sobre nuestro querido planeta. Digamos que llevo impresa, como en las zonas azules donde aparcamos nuestros autos, hora de caducidad sin que me sirva de nada volver a meter monedas en el parquímetro porque me será imposible modificar el día y la hora en que la grúa se habrá de llevar mi auto. Mi estancia en este corral es inapelablemente  limitada y llegado su momento nada ni nadie podrá hacer algo por mí. Mi vida es como una firma en un bloque de hielo que se esfumará, irremisible, con el calor de los primeros rayos de sol. Por ello, diría entonces, que puesto a pensar lo primero que habría de hacer es no entristecerme y después sería recomendable, aunque le profeso poco cariño, ponerme de cara al sol para contemplar el resto de mi existencia sin esas contrariedades y preocupaciones que me consumen los nervios para vivir de nuevo el entusiasmo por los hombres y las cosas buenas que dé su ser emanan. Y ante todo, es algo que tengo por premisa y siempre intento inculcar a los que me rodean, ser afectivo, amable con aquellos ha los que su tiempo de andar por estos lugares se les va consumiendo entre estertores de abandono y desasosiego, con los que me preceden en el angustioso camino de la enfermedad, con los que esta sociedad material y consumista relega al ostracismo, con los explotados nacidos del vientre de lo que han dado en llamar crisis y con tantos, en resumen, parias desdichados de la tierra que no han podido encontrar un lugar que les cobije debajo es sol. No creo que exista una forma más grata de ser feliz.

     He construido este texto sobre una idea de Phil Bosmans contenida en su libro La Alegría de Vivir. Un día más que se nos va. Disfruten lo que de él queda como buenamente dispongan y, ya saben, no se olviden de ser felices aunque el estomago les queme y les entren ganas de reventar el mundo. O lo que queda de él. Al final me salió la flema.